(ARGENTINA)
Nota: Sorpresivamente me hicieron llegar este texto después de leer sobre Ayesha; nunca había logrado tal "impacto" con mis textos hasta que apareció Aye; me resulto extraño leerlo y "observarme" como una fotgrafía polaroid, al terminar, me di cuenta que aún sigo atrpado. Gracias Bianca.
Destapa una botella de vino rosado. Casi espumante. De Tom Waits tiene esta voz. La voz destrozada y mugrienta. Leyó a Juan B. Juan B escribió tanto de Ayesha: ojos situados; caprichos exactos. Era Ayesha la musa que se torcía sobre un costado de la almohada para gritarle o destrozarle ese tejido cursi. Así estaba Juan B, queriendo repasar todos los párrafos de Kerouac, al mismo tiempo que salvado por las parábolas del cariño en la habitación cuyo límite era el ombligo de Ayesha.
Ayesha disponía de los huesos de Juan B. Los oía crujir y moverse dentro del cuerpo. Entre tanto bebía la tibia cerveza. Poder de musa o dictadora que frecuentaba el salón dónde Juan B escribía: la noche hedionda de la ruptura del american dreams, del Parker agobiado o perseguido por el tiempo. Era DF, bajando por las azoteas de las casas de los que ya dormían para no enterarse que las musas matan con el mismo rigor de la sintaxis. Se había metido en cada palabra. Recordó a la amiga de Nietszche pasándole el cuerpo a través de la tintas o los fármacos o las prostitutas de todas las calles que eligió para que Zaratustra hable. Metido en cada palabra. Sin precaución, ni riesgos, Ayesha corría la mano de Juan B. Estaba atrapado. Más de esas trompetas, más de los muslos de ella: Un escritor no quiere necesitar.
Nota: Sorpresivamente me hicieron llegar este texto después de leer sobre Ayesha; nunca había logrado tal "impacto" con mis textos hasta que apareció Aye; me resulto extraño leerlo y "observarme" como una fotgrafía polaroid, al terminar, me di cuenta que aún sigo atrpado. Gracias Bianca.
Destapa una botella de vino rosado. Casi espumante. De Tom Waits tiene esta voz. La voz destrozada y mugrienta. Leyó a Juan B. Juan B escribió tanto de Ayesha: ojos situados; caprichos exactos. Era Ayesha la musa que se torcía sobre un costado de la almohada para gritarle o destrozarle ese tejido cursi. Así estaba Juan B, queriendo repasar todos los párrafos de Kerouac, al mismo tiempo que salvado por las parábolas del cariño en la habitación cuyo límite era el ombligo de Ayesha.
Ayesha disponía de los huesos de Juan B. Los oía crujir y moverse dentro del cuerpo. Entre tanto bebía la tibia cerveza. Poder de musa o dictadora que frecuentaba el salón dónde Juan B escribía: la noche hedionda de la ruptura del american dreams, del Parker agobiado o perseguido por el tiempo. Era DF, bajando por las azoteas de las casas de los que ya dormían para no enterarse que las musas matan con el mismo rigor de la sintaxis. Se había metido en cada palabra. Recordó a la amiga de Nietszche pasándole el cuerpo a través de la tintas o los fármacos o las prostitutas de todas las calles que eligió para que Zaratustra hable. Metido en cada palabra. Sin precaución, ni riesgos, Ayesha corría la mano de Juan B. Estaba atrapado. Más de esas trompetas, más de los muslos de ella: Un escritor no quiere necesitar.
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